Al parecer en
América Latina vivimos un particular momento en la política, donde
los gobernantes hacen esfuerzos por tratar de concentrar el poder mientras que la
sociedad se empeña en abrirlo. Una etapa en que los líderes políticos buscan que
las fidelidades partidarias sean monolíticas y de largo plazo cuando la gente tiene
lealtades difusas y cambiantes que se expresan en votaciones distintas según
cada espacio de poder, nacional o local; un estado que busca controlar, homogeneizar y sancionar
a una sociedad cuya característica, en
cambio, parece ser la heterogeneidad, la liquidez como diría Bauman. ¿No es
acaso una expresión de esto el esfuerzo del estado por controlar los medios de comunicación cuando
la sociedad, a través de las redes de internet, no solo que recibe información
sino que la comenta y genera?
Ante
esto el recurso del poder es apelar a que la masa actúe guiada por sus temores,
por su incertidumbre. La fórmula es simple: se muestran las prestaciones
sociales para la salud o la educación como creaciones del gobierno en el poder y
luego se afirma que todo eso se perderá si gana el candidato de la oposición. Lo preocupante de estas estrategias es su efectividad,
así ganó la segunda vuelta para las elecciones presidenciales Dilma Roussef contra
Aécio Neves en Brasil y es la apuesta de Cristina Kirchner para anular a
Mauricio Macri y volcar los votos a
favor de Daniel Scioli en la segunda vuelta para las elecciones presidenciales
en Argentina.
Es
cierto, una de las características de la sociedad actual es la incertidumbre,
pero ello entre sus causas está la ausencia de instituciones capaces de dotar
al ciudadano de certeza en la igualdad de las reglas y en la expectativa de un estado capaz de hacer cumplir las mismas.
El miedo al futuro nace cuando desde el estado se construye un discurso que
defiende que todo lo logrado como bienestar social no es producto
del movimiento de la sociedad sino el resultado de las acciones de un líder o
lidereza, mismos que, en su magnanimidad, deciden conducir a la sociedad hacia mejores días. Así el futuro solo puede ser posible si esos gobernantes permanecen
en el poder.
Lo
curioso es que este panorama se presenta en regímenes que tienen como discurso el fortalecimiento del estado y de sus instituciones y que, en realidad lo que hacen es
concentrar el poder; se presenta en gobiernos que construyen un gobierno cada vez más
vigilante y punitivo pero que no edifican un estado que garantice la justicia; aparece con un estado paternalista que decide, desde arriba, lo que quiere la gente pero que es
sorda a sus demandas.
Esta apelación al miedo como estrategia política se presenta en gobiernos que han perdido capacidad de dar visiones de futuro que sean
producto de la coherencia entre sus postulados y sus actos; en gobiernos que dicen luchar por naturaleza y a la vez
buscan construir carreteras o explotar petróleo en parques ecológicos; que postulan combatir por la justicia social y promueven nuevas oligarquías, en fin, en regímenes que toman como bandera la lucha contra la corrupción y no
encarcelan a los que la promueven. Empero la situación política en Brasil y Argentina donde los movimientos ciudadanos protestan contra estos regímenes nos muestran que, en realidad, quien le teme al futuro es el poder y no la sociedad.
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