En enero de 2006, la sociedad
boliviana recibía expectante la asunción de Morales al poder. Para muchos bolivianos
se trataba de un cambio histórico ya que por primera vez en la historia se daba
un cambio tan radical en la composición de las elites políticas del país. Su
discurso como flamante presidente de la República breve, sin libreto pero no
por ello improvisado, apuntó a lo que la sociedad esperaba de ese momento: una
refundación del Estado que permita una mayor inclusión social, construcción de
una institucionalidad democrática intercultural y la recuperación de los
recursos naturales. Diez años después, el mismo Evo Morales ya como presidente
del Estado Plurinacional da un discurso de casi seis horas, lleno de cifras y datos
que buscaban, en lo fundamental, contrastar al MAS en el poder frente al
periodo neoliberal.
Morales tiene una peculiar forma de
entender la historia, es una concepción que niega y reniega de la historia
previa, de la historia republicana, junto a una visión extremadamente positiva
y acrítica de la que se inaugura en 2006 con él como conductor. ¿Visión
mesiánica? Tal vez. Lo cierto es que ella no deja de funcionar como una matriz
de pensamiento que, de alguna manera, organiza la percepción y los actos
políticos de Morales.
Por una parte, funciona como un
dispositivo que niega la realidad. Para Morales sus mayores enemigos no
provienen del presente sino del pasado, son Gonzalo Sánchez de Lozada, Manfred Reyes
Villa, Sánchez Berzain quienes, como tambaleantes zombis, caminan en pos de dar
un abrazo mortal al proceso de cambio. Esto le impide ver que en estos diez
años han ido surgiendo nuevo actores y nuevas demandas que se oponen a Morales
pero no desde los panteones neoliberales sino desde las calles, desde la
ciudadanía, desde las organizaciones sociales. En mucho casos, se trata de actores
de izquierda, que critican al MAS su deriva conservadora, la falta de avances
en la democracia plurinacional, su fomento al extractivismo y la concentración del poder.
Por otro lado, funciona como un
método de exculpación. De esta manera las debilidades y falencias que puedan
tener estos años del MAS en el poder no son más que pesadas herencias del pasado neoliberal o
colonial, de ningún modo culpa de su gestión de gobierno. Esto quedó claro cuando mencionó que los
problemas de corrupción del FONDIOC eran una herencia del gobierno de Rodríguez
Veltzé y en el enojo que provocó en Morales la afirmación de Carlos Mesa de que
Evo le debe a Goni más de lo se atreve a reconocer.
Como resulta lógico, esta concepción
anula una lectura procesual de la realidad y le impide hacer aquello en que los
políticos son especialistas: prefigurar horizontes de futuro. De esta manera Evo
ya no se esfuerza en vender un programa o un sueño (como lo hizo en 2006) sino
que solo muestra los logros de una gestión de 10 años. Luego del discurso de
Morales uno queda con la sensación de que en Bolivia ya nada queda por hacer,
de que ya todo lo hizo el MAS y que lo
único que resta es votar por Morales, una y otra vez, para que eso se mantenga.
Probablemente la gente tenía expectativas
en que Morales les planteara nuevos sueños y nuevos desafíos. La ciudadanía esperaba que Evo dijera qué hacer con la inseguridad
que corroe la vida de los bolivianos, con la corrupción que campea en el aparato
estatal y planteara estrategias para
enfrentar la crisis económica, pero no solo como una agenda a ser cumplida por
el gobierno, sino planteando el rol que cada uno de los bolivianos tiene en
esos propósitos.
Nada de eso hizo Morales en su
discurso-informe del pasado 22 de enero, a cambio, se presentó como un adusto
gerente de una corporación petrolera, para quien todo son cifras y resultados,
en vez de presentarse como lo que es (o era), un político capaz de leer el presente
y prefigurar el futuro. Qué duda cabe, las revoluciones empiezan a mostrar sus
hilachas cuando sus líderes creen ser administradores de una empresa y no líderes
de una comunidad política.