jueves, 18 de diciembre de 2025

El silencio y la sombra

 Quizá con el tiempo vayamos sopesando debida nitidez los estragos que la dilatada gestión del MAS ha infligido no ya a las instituciones, sino a algo mucho más frágil y difícil de recomponer: la integridad profesional de quienes pasaron por la administración pública. Me detengo en el caso de Margot Ayala actual directora de la Agencia Nacional de Hidrocarburos (ANH) y exfuncionaria de esta misma institución durante el MAS. Confiesa ella ahora haber callado durante una década; admite haber presenciado el desfile de la irregularidad y el desmán, pero haber optado por el silencio debido a un miedo paralizante, a ese "terrorismo de Estado" que, según dice, imperaba entonces. En términos mas simples: calló para no perder el sueldo, para no ser expulsada del recinto donde se reparte bienes y ventajas.



Mucho me temo, sin embargo, que el caso de Ayala no sea una anomalía, sino más bien la manifestación más visible de un comportamiento vasto y sombrío que ha terminado por gangrenar la administración pública. Sería ingenuo, y acaso hipócrita, afirmar que esta servidumbre del espíritu nació con el gobierno del MAS; existía ya antes, pues es un rasgo común en todo sistema donde el puesto depende del dedo caprichoso del jefe y no del mérito.  ¿Acaso no vemos a diario a funcionarios que enmudecen ante los desatinos del "jefecito" de turno, guardando su opinión para el refugio del susurro, siempre que tengan la certeza de que el interlocutor no será un delator?. Son muy pocos, poquísimos, los que se atreven a señalar la equivocación o el delito. Ese fue el caso de Antonio Aramayo que denunció el desfalco que se hacía al Fondo Indígena y que murió en el intento de lavar la institución de corruptos. 


Existen, qué duda cabe, muchos "Ayalas", pero escasean los "Aramayos". Son raros aquellos que arriesgan el pellejo laboral mientras la mayoría prefiere el silencio cómplice, esperando que el jefe, en un gesto de magnanimidad por la lealtad demostrada, les premie con una comisión, un viaje o una licencia.


Esto sucede porque el poder, además de enorme, es invisible y cuando quiere detallista. El poder castiga de formas sutiles: te niega un ascenso, te escatima una firma, te demora o anula un título o revisa tus informes con una lupa malintencionada. Y así como castiga, el poder otorga bienes materiales y, lo que es peor, simbólicos. En una sociedad hambrienta de reconocimiento, el aprecio del superior se funcionaliza para premiar al obediente, al dócil, dejando en la sombra y el olvido a los críticos o a los díscolos, a esos pocos que, todavía creen que la dignidad y el paso por la institicion tienen que dejar algo.


Por ello el caso Ayala y Aramayo quiza muestren cómo va quedando el factor cultural. Me refiero a esa gruesa y sucia espiral que han ido urdiendo los jefecillos de turno, esos hombres pequeños con cuotas de poder excesivas que exigen el silencio ante sus desatinos y la boca cerrada ante sus abusos. Se ha instalado la costumbre de la cabeza gacha, la idea de que la supervivencia en el cargo depende de no ver lo que se tiene delante.


No existe, ciertamente, una receta definitiva para evitar esta degradación del espíritu público. Se pueden organizar seminarios tediosos, talleres de “sensibilización” que nadie atiende. O incluso, si se tiene fe en lo sobrenatural, oficiar misas para pedir un milagro que cambie el corazón de los hombres. Sin embargo, yo me atrevería a proponer algo más humilde pero quizá más hondo: que a los futuros profesionales y trabajadores se les obligue a mostrar evidencias de lectura de los clásicos de la literatural, al menos.  Podrá parecer una ocurrencia fútil, pero no lo es. Alguien que lee, alguien que se ha habituado a habitar las vidas y mentes ajenas a través de la literatura, difícilmente puede ser un mal tipo o, al menos, difícilmente podrá ser un tipo vulgarmente cruel. La lectura otorga una conciencia del otro y una solidez moral que el "jefecillo" ignora pero a la vez envidia. Quien ha leído sabe que el mundo es ancho y que el poder es transitorio; sabe, en definitiva, que el silencio impuesto no es eterno. “Cultivar la lectura significa cuidar nuestras sociedades y nuestras democracias” dice la gran escritora española Irene Vallejo y tiene razón. 



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