Para comprender el ascenso de José Antonio Kast y el giro político en Chile, es imperativo analizar el estrepitoso fracaso de la Convención Constitucional de 2022. Aquel proyecto proponía un Estado plurinacional, con autonomías jurídicas especiales para pueblos indígenas y una vasta agenda de derechos progresistas que parecía intentar emular el modelo boliviano. El experimento resultó fallido: Chile rechazó esa vía de forma contundente. La crisis se profundizó cuando un segundo intento, liderado por un grupo de expertos y una posterior redacción marcadamente de derecha, también fue descartado por la ciudadanía en referéndum.
Estos fracasos sucesivos desmontaron una premisa que parecía absoluta: que las revueltas de octubre de 2019 se debían exclusivamente a la brecha de ingresos. Lo cierto es que, bajo el modelo tan criticado, Chile había sido el país que más redujo su coeficiente de Gini en la región. El "Chile neoliberal" no solo poseía una economía robusta, sino que era, en términos comparativos, más equitativo que vecinos como Bolivia, que atravesaba su propia efervescencia socialista.
Al desecharse la tesis de la inequidad económica como única causa, surgieron reflexiones más lúcidas. Desde el progresismo, voces como la de Juan Pablo Luna sugirieron que las élites fueron incapaces de descodificar los mensajes de una sociedad en transformación. Sin embargo, la hipótesis que mejor retrata la realidad chilena es la ruptura de la promesa de movilidad social. El ascenso se estrelló contra redes de reproducción del privilegio que se volvieron intolerables tras bullados casos de corrupción e impunidad.
Curiosamente, quienes se sintieron más desplazados por estas redes de privilegio no fueron los sectores más marginados —la clase obrera en términos clásicos—, sino los jóvenes profesionales. Como señala el filósofo chileno Carlos Peña, este grupo percibió que los vehículos simbólicos para acceder a la élite se habían esfumado. El malestar, que inició como un rechazo a las élites tradicionales tachadas de retrógradas, mutó en una impugnación total a la clase política, afectando con especial dureza a las corrientes de izquierda que prometieron una igualdad de oportunidades que no llegó.
Hoy, ese vacío lo llena una derecha con rasgos preocupantes, que sigue la estela de figuras como Bolsonaro. Este sector articula tres ejes peligrosos: un autoritarismo que busca imponer valores religiosos por sobre las instituciones; un nativismo que combina nacionalismo con xenofobia (centrado en la expulsión de migrantes); y un populismo que se autoproclama representante de un "pueblo puro" frente a una "élite corrupta".
Para Bolivia, este escenario no podría ser menos auspicioso. La consolidación de una derecha radical y nativista en Chile cierra, de entrada, cualquier posibilidad de diálogo constructivo sobre la agenda de varios puntos. Más grave aún es la gestión de la frontera. El discurso xenófobo que criminaliza la migración boliviana y venezolana presagia una militarización aún más agresiva de la zona andina, convirtiendo la frontera común en un muro administrativo y policial. Finalmente, la retórica populista de esta "nueva derecha" amenaza con fracturar los mecanismos de cooperación contra el crimen organizado y el contrabando, prefiriendo el aislamiento antes que la integración. Bolivia queda así ante un vecino que ya no busca socios estratégicos, sino culpables externos para sus crisis internas.
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