Cuando Evo Morales en enero de 2006
juraba, por primera vez, como presidente de Bolivia, lo hacía montado sobre la
ola de cambio que los movimientos sociales habían generado, (aquellos que
protagonizaron las jornadas de las guerras del agua y el gas). Consciente de esta
realidad la presidencia de Morales se anunció como un gobierno de los
movimientos sociales, lo que inmediatamente despertó el apoyo de toda la
dirigencia sindical y gremial y, por supuesto, también el beneplácito de la
intelectualidad de izquierda que, al fin, podían ver que sus utopías académicas
se hacían realidad.
Todo invitaba a pensar en nuevos
días para la sociedad y el Estado: por una parte el liderazgo provenía de uno
de los movimientos sociales, los cocaleros del Chapare, que habían convertido
la hoja de coca en un símbolo antiimperialista; las organizaciones que lo
apoyaban tenían formas de lucha que combinaba
hábilmente las calles con la campaña electoral y, por último, su discurso
apelaba al retorno del estado y la patria antes que al mercado y la
globalización. En aquel entonces casi
nadie se atrevió a negar que, efectivamente, en Bolivia, estaba en curso un
gobierno de los movimientos sociales. Boaventura de Souza Santos, uno de los
más preclaros intelectuales de la nueva onda progresista, saludó la idea como
revolucionaria.
En efecto, la idea era
revolucionaria porque planteaba al estado dejar de ser estado y a los movimientos
sociales dejar de ser movimientos sociales, lo que no era poca cosa. Por una parte, exigía al estado generar
procedimientos institucionales para mantener procesos de consulta permanente con la gente, el pueblo (solo
así se podía cumplir la máxima de “gobernar obedeciendo”) y, por otra, exigía a los movimientos
sociales dejar las calles, los caminos, las protestas, para institucionalizarse, para hacerse estado.
Pasados los años se vio que esto
era imposible, por una simple razón: era contranatura: ni el estado puede dejar
de mantener su visión de las cosas, dejar de imponer su propia agenda que
implica orden y acatamiento, ni los movimientos sociales pueden convertirse en
estado sin negarse a sí mismos. Esto ya se vio de manera temprana cuando en la
Asamblea Constituyente desde los sectores indigenistas se pidió mayores
espacios políticos por identidad indígena lo que fue rechazado y, posteriormente
en septiembre de 2012 cuando a raíz del conflicto por el TIPNIS dio una tensión entre la voluntad modernizadora y extractivista del estado y la
voluntad medioambientalista de la sociedad.
En los hechos, la forma como fue
resuelta la contradicción en la que no existe un estado en perpetua consulta y
acatamiento de la sociedad fue por medio de la forma populista clásica, en
la que un líder deja de lado la consulta con el pueblo para convertirse en
su intérprete, en su exegeta, en la persona que conoce más mejor lo que quieren las masas, el pueblo. De
esta manera, los mecanismos de consulta se hacen superfluos ya que, en rigor,
el líder posee esa capacidad.
Por su parte, la segunda
contradicción en la que los sindicatos y agrupaciones en el poder dejaban de
lado su capacidad de crítica al poder para convertirse en estado fueron resueltos por medio de su debilitamiento. Sus dirigentes dejaron sus
espacios de lucha para hacerse gestores públicos, para engrosar la burocracia
estatal, para formar parte de directorios. Por esa vía, los sindicatos y
movimientos sociales fueron acallados como espacios de crítica y resistencia al
estado, ya que, en los hechos, se convirtieron en dóciles instrumentos del
poder, un poder legitimado por el voto y el aplauso de las masas es cierto,
pero un poder que se hacía cada vez más estado y menos movimiento social.
El resultado de este proceso está a
la vista: los movimientos sociales dejaron de hablar y de protestar y de
resistir al poder, antes bien contribuyeron a la consolidación de un liderazgo
personalista que los vigila tanto como los controla. Hoy los movimientos sociales están en el
gobierno pero a costa de haber renunciado a sus más caros objetivos como la
defensa de la madre tierra, la democracia intercultural y la lucha contra la
sociedad de consumo. Es cierto que estos
son los ejes del discurso gubernamental, pero una amplia base empírica señala
que lo que hizo el gobierno es no desarrollar políticas de defensa del medio
ambiente, no abrir espacios de participación y representación política a las
comunidades indígenas y promover una amplia cultura de consumo.
Empero, quizá sea exagerado decir
que hoy los movimientos sociales están
en el poder, en realidad quienes están en el poder son sus dirigentes que,
naturalmente, no son lo mismo. Elos se han alejado de sus bases y
sus postulados, lo que ha engendrado divisiones que se transformaron en demandas
de autodeterminación respecto del Estado.
A lo largo de 2015, se han mostrado movimientos campesinos en crisis (elecciones subnacionales, FONDIOC), también hemos visto surgir a movimientos de
base territorial como el Comité Cívico Potosinista con demandas de equidad regional y, últimamente, constatamos que varias organizaciones sin estar necesariamente articuladas a partidos políticos, luchan por el No a la
repostulación del binomio Evo - García para las elecciones de 2019, lo que nos señala una cierta reconstitución de la sociedad civil y de sus organizaciones.
Probablemente, el 2016 será el año en que se devele los principales rasgos de esta nueva aparición de la sociedad civil y de su capacidad de efecto estatal. Esto ocurre porque a diferencia de lo que pasa en otros países, en Bolivia, el poder no transita entre la izquierda y la derecha sino entre el Estado y la sociedad.
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