lunes, 21 de diciembre de 2015

DE DIVERSIDAD SOCIAL, MOVIMIENTOS SOCIALES Y ESTADO

Cuando Evo Morales en enero de 2006 juraba, por primera vez, como presidente de Bolivia, lo hacía montado sobre la ola de cambio que los movimientos sociales habían generado, (aquellos que protagonizaron las jornadas de las guerras del agua y el gas). Consciente de esta realidad la presidencia de Morales se anunció como un gobierno de los movimientos sociales, lo que inmediatamente despertó el apoyo de toda la dirigencia sindical y gremial y, por supuesto, también el beneplácito de la intelectualidad de izquierda que, al fin, podían ver que sus utopías académicas se hacían realidad.

Todo invitaba a pensar en nuevos días para la sociedad y el Estado: por una parte el liderazgo provenía de uno de los movimientos sociales, los cocaleros del Chapare, que habían convertido la hoja de coca en un símbolo antiimperialista; las organizaciones que lo apoyaban tenían formas de lucha que combinaba hábilmente las calles con la campaña electoral y, por último, su discurso apelaba al retorno del estado y la patria antes que al mercado y la globalización.  En aquel entonces casi nadie se atrevió a negar que, efectivamente, en Bolivia, estaba en curso un gobierno de los movimientos sociales. Boaventura de Souza Santos, uno de los más preclaros intelectuales de la nueva onda progresista, saludó la idea como revolucionaria.



En efecto, la idea era revolucionaria porque planteaba al estado dejar de ser estado y a los movimientos sociales dejar de ser movimientos sociales, lo que no era poca cosa.  Por una parte, exigía al estado generar procedimientos institucionales para mantener procesos de  consulta permanente con la gente, el pueblo (solo así se podía cumplir la máxima de “gobernar obedeciendo”) y, por otra, exigía a los movimientos sociales dejar las calles, los caminos, las protestas, para institucionalizarse, para hacerse estado.

Pasados los años se vio que esto era imposible, por una simple razón: era contranatura: ni el estado puede dejar de mantener su visión de las cosas, dejar de imponer su propia agenda que implica orden y acatamiento, ni los movimientos sociales pueden convertirse en estado sin negarse a sí mismos. Esto ya se vio de manera temprana cuando en la Asamblea Constituyente desde los sectores indigenistas se pidió mayores espacios políticos por identidad indígena lo que fue rechazado y, posteriormente en septiembre de 2012 cuando a raíz del conflicto por el TIPNIS dio una tensión entre la voluntad modernizadora y extractivista del estado y la voluntad medioambientalista de la sociedad.

En los hechos, la forma como fue resuelta la contradicción en la que no existe un estado en perpetua consulta y acatamiento de la sociedad fue por medio de la forma populista clásica, en la que un líder deja de lado la consulta con el pueblo para convertirse en su intérprete, en su exegeta, en la persona que conoce más  mejor lo que quieren las masas, el pueblo. De esta manera, los mecanismos de consulta se hacen superfluos ya que, en rigor, el líder posee esa capacidad.

Por su parte, la segunda contradicción en la que los sindicatos y agrupaciones en el poder dejaban de lado su capacidad de crítica al poder para convertirse en estado fueron resueltos por medio de su debilitamiento. Sus dirigentes dejaron sus espacios de lucha para hacerse gestores públicos, para engrosar la burocracia estatal, para formar parte de directorios. Por esa vía, los sindicatos y movimientos sociales fueron acallados como espacios de crítica y resistencia al estado, ya que, en los hechos, se convirtieron en dóciles instrumentos del poder, un poder legitimado por el voto y el aplauso de las masas es cierto, pero un poder que se hacía cada vez más estado y menos movimiento social.

El resultado de este proceso está a la vista: los movimientos sociales dejaron de hablar y de protestar y de resistir al poder, antes bien contribuyeron a la consolidación de un liderazgo personalista que los vigila tanto como los controla.  Hoy los movimientos sociales están en el gobierno pero a costa de haber renunciado a sus más caros objetivos como la defensa de la madre tierra, la democracia intercultural y la lucha contra la sociedad de consumo. Es cierto que estos son los ejes del discurso gubernamental, pero una amplia base empírica señala que lo que hizo el gobierno es no desarrollar políticas de defensa del medio ambiente, no abrir espacios de participación y representación política a las comunidades indígenas y promover una amplia cultura de consumo.

Empero, quizá sea exagerado decir que hoy los movimientos sociales  están en el poder, en realidad quienes están en el poder son sus dirigentes que, naturalmente, no son lo mismo. Elos se han alejado de sus bases y sus postulados, lo que ha engendrado divisiones que se transformaron en demandas de autodeterminación respecto del Estado.

A lo largo de 2015, se han mostrado movimientos campesinos en crisis (elecciones subnacionales, FONDIOC), también hemos visto surgir a movimientos de base territorial como el Comité Cívico Potosinista con demandas de equidad regional y, últimamente, constatamos que varias organizaciones sin estar necesariamente articuladas a partidos políticos, luchan por el No a la repostulación del binomio Evo - García para las elecciones de 2019, lo que nos señala una cierta reconstitución de la sociedad civil y de sus organizaciones. 

Probablemente, el 2016 será el año en que se devele los principales rasgos de esta nueva aparición de la sociedad civil y de su capacidad de efecto estatal. Esto ocurre porque a diferencia de lo que pasa en otros países, en Bolivia, el poder no transita entre la izquierda y la derecha sino entre el Estado y la sociedad.

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