Una
de las mayores incógnitas en estos días debe ser las razones del trabajo minero
en las cooperativas. ¿Por qué, pese a la dureza del trabajo en la mina, a lo
mal remunerado, los mineros continúan horadando la montaña? ¿Cuál es la causa
de que, pese a la evidencia de explotación laboral y recorte de derechos
laborales, recién ahora exista un atisbo de sindicalización en las minas? ¿Por qué, a pesar de que el trabajo en la mina
reduce la vida de las personas, continúa atrayendo una gran cantidad de mano de
obra?
Una
de las respuestas, la más común, es que en las cooperativas existe un grupo de
explotadores que se aprovechan del trabajo ajeno, que medran de la necesidad de
empleo de gente pobre, (la mayoría de origen rural) y lo usan en su provecho
para enriquecerse. Sin embargo, este
asunto puede ser más complejo de lo que a primera vista parece.
En
el interesante libro titulado Los ministros del diablo de la antropóloga
Pascale Absi se cuenta la historia de Fortunato, un minero cooperativista que,
en su juventud, llegó a ser uno de los mineros más acaudalados del cerro rico de
Potosí pero que con el pasar del tiempo perdió/dilapidó toda su riqueza tanto
que ahora se lo puede ver trabajando como curandero adivino. Lo que
interesa saber es ¿Cómo llegó a tener tal riqueza? Trabajando como minero está
claro, pero ayudado por un gran golpe de suerte que le hace descubrir un rico
filón de estaño que le cambia la vida por completo, tanto así que era uno de
los padrinos más codiciados de promociones de bachillerato, de matrimonio, de
bautizo y, según señala en su libro Absi “como no sabía qué hacer con su
dinero, decidió, empapelar con billetes las paredes de sus casas”.
La
clave aquí es que la riqueza de Fortunato no hubiera sido posible como trabajador
de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL), ni como asalariado de una minera
privada. En ambos casos igual hubiera recibido su salario y quizás una
felicitación de gerencia, nada más. En ese sentido, solo dentro de un esquema
cooperativista, el minero puede pensar en hacerse rico, ya que permite la
constitución de un minero “libre”, es
decir dueño de un paraje minero, de una bocamina que explota bajo su cuenta y
riesgo. En otras palabras, lo que mueve a seguir trabajando al cooperativista
es que no lo hace para un tercero sino para si mismo, y lo hace en una labor
donde existe la gran probabilidad de que
de que aparezca un grueso filón que lo haga rico. Es cierto que los
cooperativistas contratan mano de obra, los llamados “segundas manos”, pero es
probable que en ellos también se encuentre la expectativa de ser socios
cooperativistas y así soñar con ser ricos algún día. Para ellos, en cierta
medida, ser solo trabajadores asalariados es frenar sus posibilidades de ser
Fortunatos en algún momento, dejar de lado el objetivo de trabajar su propio
paraje minero y de tener la posibilidad de descubrir una veta prodigiosa.
Por
supuesto que esta expectativa, esta esperanza, no puede funcionar si a la vez
no se considera a la mina, a la montaña (Absi sitúa su trabajo en la mina del
cerro rico de Potosí) una entidad viva, una suerte de deidad que se encarga tanto
de proveer riqueza como de quitarla. No puede darse sin tomar en cuenta el pacto
que el minero entabla con el diablo que, en esta concepción, es el dueño de las
vetas, y a quien los mineros hacen ofrendas como “unas hojas de coca,
cigarrillos y alcohol, ocasionalmente un feto de llama”.
En
suma, el mundo minero es sumamente complejo, no admite una lectura parcializada
ya que en él juegan aspectos religiosos, sociales, políticos que muchas veces son
desconocidos por el Estado y que por tanto no puede aplicar políticas públicas
efectivas destinadas a este sector. Adolfo Costa Du Rels a propósito de los
mineros puso como título de su novela “Los andes no creen en dios” yo creo que
tampoco creen en el Estado.
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