Uno de los rasgos centrales de la
autonomía universitaria es que ella ampara el libre pensamiento como condición
previa e imprescindible para la crítica al poder.
Cuando en 1918 los universitarios de
Córdova lucharon por la reforma universitaria y, dentro de ella por la
autonomía, lo hicieron para que los gobiernos y el clero no intervinieran ni
dirigieran el pensamiento en determinado sentido. Como señala al respecto
Carlos Tunnermann, la autonomía se planteó como el “instrumento capaz de
permitir a la universidad el desempeño de una función hasta entonces inédita:
la de crítica social”
Por esta razón, a los ojos de todos los
gobiernos, pero en especial de los dictatoriales, la autonomía universitaria
siempre estuvo bajo sospecha y ataque. Los regímenes militares cerraron las
superiores casas de estudios con la finalidad de retener la fuerza de movilización
del estamento universitario y lógicamente para controlar su pensamiento, su
crítica.
Sin embargo las universidades
resistieron: pese a que en Bolivia a partir de 1964 los gobiernos militares
intentaron intervenir sus aulas, esto no impidió la aparición de un pensamiento
crítico que se nutrió teóricamente del nacionalismo, del marxismo y del
indigenismo. Ahí están las obras de René Zavaleta, de Marcelo
Quiroga, de Sergio Almaraz, de Guillermo Francovich, de Gunnar Mendoza y de Max
Flores, como testimonios de la capacidad de hacer ciencia al margen del aval del
estado.
Más tarde, con el advenimiento del neoliberalismo,
los intelectuales universitarios perdieron vigencia porque sus parámetros
teóricos, profundamente imbuidos de nacionalismo, ingresaron en crisis. A
cambio surgió un tipo de investigadores que trabajó en torno a temas como la gobernabilidad
y la economía de mercado pero, en muchos casos, fuera de la universidad, en entidades
internacionales o en organismos no gubernamentales donde las condiciones para
la investigación eran comparativamente mejores. Si se hace
un recorrido por la producción bibliográfica relevante en ciencias sociales de
los últimos treinta años, se concluye que una buena porción de las
investigaciones son apoyadas, financiadas y publicadas por instituciones
internacionales. No es casual que, en este contexto, por ejemplo el Programa de
Investigación Estratégica en Bolivia (PIEB) tenga más producción bibliográfica
en ciencias sociales que cualquier universidad de nuestro país.
Esta misma característica tuvo la
corriente indigenista que nació con el proceso político de giro a la izquierda
en Bolivia, esa que nace sobre las cenizas del modelo neoliberal. El grupo “Comuna”
de García, Prada y Tapia así como el grupo del Taller de historia Andina de
Silvia Rivera, no crecen dentro de la universidad sino fuera, en los espacios
de las organizaciones sociales, en la sociedad civil.
De esta manera, las universidades que durante
largo tiempo quedaron huérfanas de liderazgo académico, tienen autonomía pero
no hacen crítica social; la constitución garantiza su derecho al libre
pensamiento pero no existen espacios de discusión académica; tienen autonomía pero ella
no sirve para desarrollar ciencia. La simple constatación de que las
universidades bolivianas adolecen retraso respecto de sus pares de América
Latina es una prueba. La autonomía ha perdido su característica para la cual
fue creada: ser el garante para el desarrollo libre de la ciencia.
Ante esta pérdida del significado de la
autonomía, el extravío de su sentido original, la autonomía se ha convertido en
un dispositivo discursivo para legitimar la lucha por el poder; en un
justificativo para mantener privilegios o para conseguirlos, con el obvio
resultado de ruptura de normas y de institucionalidad. Por ello, es muy
sintomático que los actores universitarios utilicen a la autonomía como un
recurso retórico para legitimar sus ambiciones. ¿Acaso no es la autonomía y su vigencia la que
se coloca como argumento para mantenerse en el poder? ¿no es cierto que la
autonomía es invocada para violentar la norma universitaria ya sea para
acceder a mayores recursos así como para impedir que otros grupos se hagan de
ellos?
Por ello urge retomar el sentido original de la autonomía, se hace
imprescindible superar su extravío y colocar a la universidad
acorde a los desafíos del nuevo siglo: moderna y volcada a la investigación. En
el momento en que la universidad retome su rol de liderar la investigación,
recién la autonomía habrá recuperado el objetivo para la cual fue creada.
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