La mayor parte de mi generación, la
de los ochenta, admiró primero la
revolución cubana y al Che Guevara y solo después lo hizo con Fidel Castro.
Cuba era el país símbolo, el país que había logrado enfrentarse a los Estados Unidos,
plantarle cara, convertir el lupanar que era Cuba con Batista, en la tierra que
buscaba justicia e igualdad. En aquellos momentos, para todos nosotros, como
para gran parte de la izquierda, las elecciones, los partidos políticos y el
estado de derecho era temas secundarios, poco relevantes, soñábamos con un mundo
mejor con la instauración de comunismo, y esos asuntos, eran, a los sumo, pequeñas
libertades que se debía lograr para construir nuestro paraíso en la tierra.
Acompañados por canciones de Silvio
Rodríguez, Pablo Milanés y Mercedes Sosa amamos a Fidel más allá del bien y del
mal, es decir más allá del estado de derecho que con toda seguridad no se daba
en la isla. Entre escoger entre más
libertad o justicia, escogimos lo segundo, no interesaba tanto que se
conculcaran democracia, lo que importaba era que Cuba tenía altos estándares de
educación y salud, que no tenía Bolivia, en aquel entonces castigada por las dictaduras militares.
La transición a la democracia en los
ochenta a muchos de mi generación nos invitó a la reflexión ¿hasta qué punto
había que sostener la democracia? ¿Cuál el rol de los partidos políticos? ¿De
verdad la unión soviética era ese paraíso que nos mostraba la revista Sputnik? ¿O
era la sociedad que nos revelaba la revista Selecciones? nunca lo supimos, en
realidad nunca tuvimos tiempo para saberlo, antes de intentarlo siquiera, la
inflación, la crisis económica, la sequía y a caída de la Unión Soviética nos
sacó de nuestras reflexiones y nos entregó al neoliberalismo.
Fue entonces que todavía amamos más a
Fidel. Mientras todo el mundo viraba hacia el capitalismo, mientras Gorbachov nos
mostraba una y otra vez que el socialismo era la mejor vía para el capitalismo,
mientras varios partidos políticos, como el MIR, viraban hacia el modelo de
mercado, mientras varios líderes e intelectuales repensaban las formas de
lograr gobernabilidad en el contexto de la democracia, en medio de un
pragmatismo más acorde con la globalización neoliberal, Castro se mantenía incólume;
como un Sísifo pertinaz y feliz cargaba su piedra llena de ideales -ya un poco
obsoletos- y se sostenía en la brecha hacia el socialismo, denunciando en foros
internacionales, lo criminal de mantener el bloqueo a su país, que lo único que
pedía era definir sus destinos de manera soberana.
Después cayó el neoliberalismo, vino el socialismo del siglo XXI y nos volvimos a encontrar con Fidel. Empero ya lo
amábamos menos, era sospechoso que se mantuviera tanto tiempo como líder
absoluto, que no diera lugar a una prensa libre, que se encarcelara a
opositores y no se permitiera la vigencia de un genuino estado de derecho. Fidel
y a revolución cubana adolecían de aquello que era fatal para todos los
gobiernos: la endogamia en el poder. Cambió la historia y cambió el contexto
político, pero no cambio Fidel: aquello que era una virtud en la revolución
cubana a la larga se convirtió en un lastre, en algo que le hacía daño.
Hoy Fidel está muerto, convertido en cenizas,
siendo paseado por toda Cuba antes de su morada final, con él se va una gran
parte de la historia del siglo XX, la historia de una América Latina, que combatió contra la dictadura, contra la injusticia y la desigualdad y que amó tanto a Fidel
porque justamente representaba esa lucha.