Debe pasar algo raro en la sociedad cuando a sus
ciudadanos se les hace difícil encontrar la diferencia ente lo legal y lo
ilegal, entre lo lícito y lo ilícito o, simplemente entre lo que es bueno de lo
malo. Hay algo incómodo en ver cuando las personas se hacen insensibles al
delito, cuando ven la ilegalidad como algo normal, cuando transgredir la norma se
hace cosa de todos los días.
Una de ellas es la comercialización de productos
culturales falsos, lo que la imaginería popular ha bautizado como truchos. Hoy
productos como los libros falsos, es decir fotocopias de libros que son populares o medianamente exitosos se
venden por doquier, casi a cada paso, en las mismas narices de la ley y de impuestos
nacionales. Los podemos ver acogidos en las plazas o paseos de las ciudades de
Bolivia o dentro de las propias instituciones estatales, así no es raro que la
propia alcaldía promueva Ferias de Libros donde la mayoría de los puestos de
venta ofrezcan libros que son una devaluada fotocopia que tanto importa que sea
de autores nacionales o extranjeros, ya que tanto se puede hallar un libro
trucho de una novela de Mario Vargas Llosa como una lectura obligatoria de
secundaria de Isabel Mesa de Inchauste; tanto una obra histórica del
bolivianista Herbert Klein como un libro de Federico Nietszche, tanto las tiras
cómicas de Mafalda como un recetario de cocina. Al negociante trucho poco le
importa el origen, el autor o el título de los libros: su trabajo es vender y
ganar dinero a costa del trabajo de los demás, en este caso a costa de los
escritores.
En todas las épocas los intelectuales han sido
explotados o su trabajo ha sido mal remunerado. En general los escritores han
vendido y venden su trabajo a una editorial que, bajo la hipótesis de las ideas
contenidas en el libro son menos valiosas que las hojas que componen el libro, otorga
una pequeña parte de sus ingresos por ventas a los escritores que tienen que
sobrevivir con esas migajas que les da la empresa. Por ello sería que Camilo José Cela dijo en
La Colmena, uno de sus libros más afamados, que “el escritor es bestia de
aguantes insospechados, animal de resistencias sin fin, capaz de dejarse la
vida a cambio de un fajo de cuartillas en el que pueda adivinarse su minúscula
verdad”.
Sin embargo, con el libro trucho ocurre algo en verdad peor: el escritor no
recibe ni siguiera esas infames migajas que le reparte el angurriento
empresario, el autor no recibe ni un solo centavo, toda la ganancia se va al fotocopiador
de libros quien, feliz con la ausencia
de Estado y con la mirada admirativa y condescendiente de la sociedad, logra
ganancias a costa del trabajo de otros, ni más ni menos como si estuviéramos en
el esclavismo.
Esta forma de esclavismo, -que se esconde y se justifica
detrás de la máscara de que se trata de personas pobres que no tienen otro
ingreso para sobrevivir-, hoy ha formado
una próspera sociedad diríamos internacional, globalizada, donde hay un grupo
de empresarios que se encargan de la copia del libro, otros de su distribución
y otros de la venta al menudeo, sin duda con buenas ganancias, que no llegan en
ningún caso al autor o los autores de los libros.
Lo grave de todo esto es que la sociedad no sanciona
este tipo de actividad y menos el Estado la condena, sino que hasta la promueve
bajo el criterio de que la cultura debe ser barata y mejor si es gratuita,
desconociendo los derechos a un trabajo justo y remunerado de escritores e
investigadores que tuvieron el grave pecado de producir buenos libros para que
otros se aprovechen de ellos.