Descubrí a Albert Camus, cuando cursaba los primeros semestres de la carrera de economía en la Universidad Tomás Frías de Potosí. En aquellos años el ambiente académico y político universitario estaba dominado por las corrientes marxistas ortodoxas, que satisfacían su curiosidad con manuales de Martha Harnekcer, Georges Politzer y las distintas variantes de textos que ofrecía la Academia de Ciencias de la URSS. Se los leía, interpretaba y releía como textos cuasi sagrados a los cuales, en nuestras tertulias, citábamos con fe de idólatra, reuniones que aceitábamos con abundante café en un local de nombre solitario y triste, “El Only”.
Algunos de nosotros, además de neófitos ideólogos éramos aprendices de escritores. Leíamos con profusión rotunda a Gabriel García Marquez; Vargas Llosa, Cortázar, Borges y Sábato, a quienes admirábamos y emulábamos sin éxito en algunos escritos y poemas, mismos que deben estar merecidamente confundidos en algún cajón o convertidos en fuego, humo y olvido. Los otrora admiradores de Borges y Sábato hoy se parapetan detrás de un escritorio de oficina y los admiradores de Vargas Llosa y García Marquez hoy engrosan las filas de consultores de ONG. Nada más lejos de la literatura y de los sueños.
Llama la atención que en nuestros escuálidos libreros nunca hayan estado escritores bolivianos. Alcides Arguedas, Carlos Medinacel o Franz Tamayo, no eran nombrados en nuestras reuniones, o muy escasamente. Eran escritores que los habíamos leído como quizá nunca se debe leer la literatura: en el colegio, obligados y por una nota de aprobación. A esto habría que añadir que eran novelas “realistas” un poco ya irreales para esa época donde las ciudades y sus problemas invocaban otro tipo de temas y de narrativas, y que justamente trataban esas “otras” literaturas. Nos identificábamos más con el Horacio de la Rayuela de Cortázar que con Adolfo y Claudina de La Chaskañawi de Medinaceli, nos dolía más los avatares de Juan Pablo Castel de el El túnel de Sábato que los problemas onanísticos del Estudiante enfermo de Porfidio Diaz Machicado y, por supuesto, nos parecía más inquietante descubrir a Mersault de El Extranjero de Camus que leer todos los Epigramas griegos de Franz Tamayo. Estábamos “colonizados”, qué duda cabe.
De Camus nos llamaba la atención su explícita constatación del absurdo como horizonte filosófico, la constatación de que la vida humana tiene un fin que nunca podrá ser logrado y menos conocido por el hombre. De que a su manera, todos somos como Sísifo, que sentenciado a cargar una piedra hasta lo alto de una colina, la misma cae y rueda cada vez que Sísifo está para terminar su labor, lo que remidiría de su pecado y su (eterna) condena.
De alguna manera, esta filosofía del absurdo es la que está narrada y caracterizada en la vida a Mersault, personaje central de su primera novela El extranjero. Este solitario ser que deambula por Argel carece de la creencia en las convenciones y creencias en uso. Su relación con los hombres y mujeres es fría y maquinal, ve a vida con una irónica y casi cómica indiferencia: asiste al entierro de su madre con la misma indiferencia y pasividad con la que acepta casarse con su novia no por creer en el matrimonio sino por que justamente, para Mersalut, esta institucion consagrada por la leyes y la iglesia, no significa nada.
Esta sorda enemistad entre las convenciones se hace más patente cuando Mersault asesina a un Árabe en una tarde en que el sol le calentaba demasiado la cabeza. Es condenado a muerte en un juicio donde lo que se juzga no es tanto el crimen en sí, sino el comportamiento atípico y amoral de Mersault. Son dos concepciones distintas enfrentadas la del estado y la sociedad que defiende un conjunto de crerencias y un individuo que descree completamente de ellas. Es el estado frente al individuo, la grey frente a la crítica o de manera general, la sociedad capitalista frente al hombre libre.
Pese a las lecturas nihilistas de Camus, que interpretaban que su filosofía era una invitación a la ataraxia moral o al suicidio. El mismo Camus en su El mito de Sísifo se encargaba de aclarar esto sosteniendo que la grandeza del ser humano estaba justamente en que a pesar de la constatación de la absurdidad de la vida, el hombre, era y es capaz de vivir y de dar sentido a su vida.
Esto que a primera vista parece sencillo, no lo es. De hecho impone una gran tarea: le pide al hombre hacerse cargo de su libertad. No hay un dios ordenador de la vida del hombre que prometa una vida o un cielo más allá del que existe, es decir no hay cómo encontrar un oscuro sentido a lo que pasa o, en otras palabras, no hay a quien derivarle los efectos que tiene nuestra libertad. Esta concepción, del hombre, que puede encontrar esperanzas aún bajo la constatación del absurdo de su esfuerzo se encuentra retratada en su novela La peste, publicada cinco años después y que narra el valor de una ciudad que a pesar de lo inútil de su lucha contra la plaga, puede creer en la solidaridad, la ética y la esperanza.